y los envió por delante...
a todas las ciudades y sitios a donde ÉL había de ir...'
(Lc 10,1)

Correspondencia

Alejandra María Sosa Elízaga*

Correspondencia

Quien ha visto sufrir a alguien a quien ama suele sufrir más, querría tomar el lugar de la persona amada para que ésta no tuviera que sufrir, y esto es particularmente cierto cuando quien sufre es un hijo.

Por eso, en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Jn 3, 16-18),  resultan particularmente impactantes y conmovedoras las palabras que Jesús dirige a Nicodemo (un fariseo que había acudido a consultarlo de noche porque tenía miedo de ser visto con Él). Dijo Jesús "Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a Su Hijo Único" (Jn 3,16).

Toma un momento para considerar lo que esto implica; déjate estremecer por este incalculable amor del Padre que lo hace ir contra toda lógica y entregar a Su Hijo Único, sabiendo lo que va a sufrir, con tal de salvar al mundo. Y, ojo, cuidado con entender esto del amor al 'mundo' como algo tan generalizado que por abarcar a una especie de 'masa' compuesta por millones que sólo pueden clasificarse en cifras anónimas no se dirige a nadie en particular, más bien es una manera de expresar el amor personalísimo de Dios por todos y cada uno de cuantos estamos metidos en este mundo, y es también una manera de entender el mundo en un sentido muy amplio, no sólo como el sitio en el que se vive, sino como realidad que nos contamina de asuntos 'mundanos' que con frecuencia nos hace olvidarnos de Dios, tropezar, caer, apartarnos de Su lado y perdernos, a pesar de lo cual Él no sólo no se aparta de nosotros ni nos da por perdidos, sino que nos ama tanto que ¡nos envía a Su Hijo!.

Atrévete a tomar esto de manera personal. Piensa que las palabras de Jesús pueden ser comprendidas como referidas al amor especial de Dios por ti personalmente. Mira cómo cambia la cosa si en lugar de 'mundo' te pones tú y permite que te cale hondo esta frase: "Tanto me amó Dios que entregó a Su Hijo Único"

¿Te das cuenta? Cristo se hizo Hombre por ti; el amor infinito de Dios por ti es lo que está detrás de la razón por la que el Padre envió a Jesús, la razón por la que Jesús aceptó venir, la razón por la que el Espíritu Santo lo encarnó en el seno de María.

El amor de la Santísima Trinidad está detrás de todo esto. Por algo se proclama este Evangelio en este domingo en que la celebramos. Y ¿cuál es su objetivo? Nos lo reveló el propio Jesús: para que "todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna" (Jn 3,16).

Esto significa que la venida del Señor, tiene un propósito, Su amor por ti tiene un propósito: Rescatarte del pecado y de la muerte, liberarte de todo aquello que te ata, que te hace caer, que no te deja ser verdaderamente feliz, que no te deja experimentar a plenitud la paz, la alegría, la libertad de los hijos de Dios, en una palabra: salvarte.

Ah, pero antes de echar al vuelo las campanas y sentir que gracias a este amor desbordado del Padre que te ha entregado a Jesús tienes garantizada la salvación y ya, pase lo que pase, eres 'salvo', como dicen algunos, sigue leyendo. Dice Jesús que el Padre no lo envió "para condenar al mundo, sino para que el mundo se salvara por Él" (Jn 3,17), pero de inmediato añade: "El que cree en Él no será condenado; pero el que no cree ya está condenado, por no haber creído en el Hijo Único de Dios." (Jn 3,18).

¿Por qué primero dice Jesús que no vino a condenar y luego afirma que sí hay quien se condena? Porque una cosa es que Él no condene y otra muy distinta es que la gente se condene sola. ¿Cómo puede alguien 'auto-condenarse'? La respuesta está en la respuesta, válgase la redundancia. Es decir, la diferencia entre condenarse o no está en cómo se responde a la presencia de Dios en la propia vida: con o sin fe, entendida ésta no como una idea que se limita a estar en la mente, un 'creer' que no afecta la propia existencia, sino como una respuesta positiva, un 'sí' que se le da al Señor con la mente y el corazón, y que se expresa en acciones concretas.

Eso de que el que cree no será condenado significa que el que corresponde a la iniciativa de Dios, se adhiere a Él, lo sigue y lo imita en el amor, la verdad, la justicia, la paz, vive edificando el Reino, habita ya en él, ¿cómo podrá ser condenado? En cambio el que no cree, es decir, el que se niega a corresponderle, a adherirse a Él, a aceptar Sus propuestas, el que no lo sigue ni lo imita, se condena solito porque al colocarse lejos de Aquel que es Luz del mundo necesariamente entra en la tiniebla. El que no cree se condena porque le dice no a Dios.

Quien dice no a Aquel que es el Camino, se condena a perderse; quien dice no a Aquel que es la Verdad, se condena a errar; quien dice no a Aquel que es la Vida, se condena a perecer; quien dice no a Aquel cuyo yugo es suave se condena a llevar sus propias cargas en soledad y a caer bajo su peso agobiante.

En suma, quien se niega a entrar en el dinamismo del Padre que lo entrega todo, del Hijo que acepta darse por completo, del Espíritu Santo que comunica este infinito amor, se condena a sí mismo, pues rechaza la única mano que puede rescatarlo del extravío del mundo y llevarlo amorosamente hacia la salvación.

Jesús nos ha revelado cuánto nos ama el Padre. Nuestra respuesta no puede ser otra que corresponderle.

 

(Del libro de Alejandra María Sosa Elízaga “Caminar sobre las aguas”, Col. ‘La Palabra ilumina tu vida’, ciclo A, Ediciones 72, México, p. 95, disponible en Amazon).

Publicado el domingo 4 de junio de 2023 en la pag web y de facebook de Ediciones 72