y los envió por delante...
a todas las ciudades y sitios a donde ÉL había de ir...'
(Lc 10,1)

De principios y consecuencias

Alejandra María Sosa Elízaga*

De principios y consecuencias

“Tanto lío por unas carnitas, yo que estos cuates me las hubiera ‘echado’, total, ¿qué?”

Así decía un joven a su amigo, luego de leer esta historia en la que una señora y sus siete hijos aceptaron voluntariamente ser torturados y asesinados con tal de no comer carne de puerco.

Y antes de que alguien piense que esta familia tenía alto el colesterol y estaba dispuesta a cumplir hasta el extremo las recomendaciones de su doctor (no más chuletitas, no más chicharrón...), o que se trataba de fanáticos vegetarianos (conozco a algunos que realmente considerarían mejor morir que engullir un cadáver de cerdo...), conviene situar la historia en su contexto para evitar malentendidos y comprender la situación.

Resulta que los judíos estaban bajo el dominio de un rey extranjero que quería obligarlos a desobedecer la Ley que les dio Moisés, la Ley de Dios. Como ésta prohibía el consumo de carne de puerco, el rey había ordenado que la comieran.

Muchos judíos cedieron a la presión real, pero muchos se negaron a hacer lo que el rey ordenaba. Así pues, la Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver 2Mac 7, 1-2. 9-14) cuenta cómo una mujer y sus siete hijos, que se negaron a probar la carne de puerco, fueron por ello torturados y condenados a morir uno por uno, frente a los restantes miembros de la familia, pero resistieron valientemente hasta el final.

Ante semejante historia cabe que nos preguntemos: '¿cómo reaccionamos cuando una persona o circunstancia nos invita a renunciar a nuestros principios cristianos? ¿Los defendemos o cedemos?

Para poder responder esto quizá tendríamos que plantearnos primero qué importancia tienen para nosotros nuestros principios, pues de ahí se deduce qué sentido le vemos a cumplirlos.

Consideremos esto: cuando un papá que ama a su niño pequeño le dice lo que éste puede y no puede hacer, le pone límites para ayudarlo, para protegerlo (no juegues con cerillos; no salgas solo a la calle, no metas tus deditos en el enchufe de la luz, etc.). Si el niño desobedece corre el riesgo de lastimarse seriamente e incluso puede morir.

Lo mismo sucede con los principios que nos da Dios, nuestro Padre amoroso. Nos los da para nuestro bien, para librarnos de todo lo que en verdad puede dañarnos (la falta de fe, de amor, de esperanza, la posibilidad de alejarnos de Él). Sobra decir que lo que nos conviene es cumplir esos principios, no ignorarlos.

Desafortunadamente vivimos en un mundo que nos presiona a relativizar todo, a seguir sus criterios y no los de Dios, a vivir el 'siempre-y-cuando' (cumple con lo que pide tu fe católica 'siempre y cuando' te parezca razonable; 'siempre y cuando' no te incomode en lo más mínimo); se nos anima a convertirnos en católicos de buffet (que de su fe toman -con pinzas- sólo lo que se les antoja de momento y desechan el resto).

Se nos enseña a acomodarnos a las circunstancias, a ir con la corriente, a ‘no hacer olas’, a ser taaaaan flexibles y a tener una conciencia taaaaaan elástica, que acabamos por perder lo que nos apuntala por dentro...

Eso de tener convicciones muy firmes a mucha gente le parece demasiado estructurado, peor aún defenderlas: suena fanático, y ¡Dios nos libre de parecer fanáticos!

Abundan los creyentes que cuando se ven forzados a declarar públicamente algo relacionado con su fe, sienten que tienen que añadir de inmediato una disculpa, alguna aclaración (soy católico, pero no practicante; voy a la iglesia, pero no cada domingo; sí rezo, pero no soy ‘mocho’¿eh?...), quieren demostrar que han ‘superado’ todo eso, que tienen ‘criterio propio’ y están ‘por encima’ de ciertas prácticas que consideran innecesarias. No se dan cuenta de que se parecen a esos niños que por sentir que ya son ‘grandes desobedecen a su papá, saltan sus reglas y terminan sufriendo aquello de lo que él había querido librarlos al ponerlas.

Cada día se nos presentan innumerables oportunidades para ser fieles o no a nuestras convicciones cristianas. Quizá aparentemente no nos toque padecer una situación tan dramática como la que vivieron esa madre y sus hijos, pero en el fondo tanto ellos como nosotros enfrentamos el mismo reto: optar o no por caminar según lo que sabemos que Dios espera de nosotros; mantenernos firmes en nuestros principios aunque se nos tome por rígidos, intolerantes, inflexibles, faltos de iniciativa o simplemente tontos; defender aquello en lo que creemos aunque sea grande la tentación de rendirse.

Y es que ceder puede parecer tan sencillo e inocuo como ‘echarse unas carnitas’ -según decía aquel joven- pero no es así: las consecuencias son mucho más graves que sufrir una probable indigestión: nos queda un malestar en el alma, una ‘cruda’ espiritual (traicionar a Dios no deja nunca un buen sabor de boca), pero no sólo eso: cuando uno comienza a doblar o a romper sus principios sucede como cuando se doblan o rompen las varillas de las columnas que sostienen un edificio: se afecta la construcción: surgen las cuarteaduras que la hacen vulnerable, y cualquier sacudida puede derrumbarla, provocar su destrucción.

 

(Del libro de Alejandra María Sosa Elízaga “Vida desde la fe”, Col. ‘Fe y vida’, vol. 1, Ediciones 72, México, p.220, disponible en Amazon).

Publicado el domingo 6 de noviembre de 2022 en la pag web y de facebook de Ediciones 72