y los envió por delante...
a todas las ciudades y sitios a donde ÉL había de ir...'
(Lc 10,1)

Agobio y desagobio

Alejandra María Sosa Elízaga*

Agobio y desagobio

¿Qué haces para 'desagobiarte' cuando has tenido un día especialmente pesado?

¿Te das un baño caliente?, ¿te sientas a ver televisión?, ¿das vueltas por un centro comercial?, ¿te vas al cine?, ¿hablas por teléfono?, ¿escuchas música?, ¿tomas algo?, ¿te metes a tu cama?

Si respondiste que sí a una o más de las posibilidades antes mencionadas quizá ya te hayas dado cuenta de que todas ellas resultan más o menos efectivas pero lamentablemente pasajeras, pues suele suceder que una vez que termina el regaderazo o el programa de tele, o las compras o la película o la charla o la canción o el trago, la comida, la pastilla o la siesta, el agobio sigue ahí. Cabe entonces preguntarse, ¿existe acaso algún modo no sólo eficaz, sino duradero para recuperarse cuando se está viviendo una situación que nos drena las fuerzas?

La respuesta es sí, y la descubrimos en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Mc 1,29-39).

En él se nos narran dos escenas que aparentemente no tienen conexión entre sí pero que situadas en un mismo contexto resultan muy significativas.

Veamos primero la segunda.

Nos cuenta san Marcos que estando Jesús en casa de Simón y Andrés, al atardecer la gente le llevó "a todos los enfermos y poseídos del demonio, y todo el pueblo se apiñó junto a la puerta"(Mc 1, 32-33), y nos dice también que Jesús "curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó a muchos demonios" (Mc 1,34).

¿Puedes visualizar la escena? Se ha corrido la voz de que aquí hay un hombre capaz de curar lo incurable, capaz de someter aun al mismo demonio (como se vio en el texto del domingo pasado, ello dejó estupefactos a quienes lo presenciaron), así que ahora acuden en tropel al encuentro de Jesús. No pueden perder la oportunidad, no pueden arriesgarse a que se marche y no los atienda, así que seguramente se atropellan unos a otros, se empujan, se agolpan a la puerta extendiendo sus manos, hablándole a gritos, tratando de llamar Su atención.

Si alguna vez has visto los apretujones de la gente que se esfuerza por tocar la mano de algún personaje que ha venido a ver, sea el Papa o una estrella de la música o del deporte, imagina esto multiplicado por mil pues aquí no se trataba solamente del gusto de saludar a alguien a quien se admira, sino de la desesperación de aprovechar lo que quizá sería una única oportunidad de recuperar por completo la salud o ayudar a un ser querido a recobrarla.

Ahora considera lo que atender a tantísimos enfermos y endemoniados durante horas y horas exigió de Jesús, y cómo debe haberse sentido cuando por fin pudo darse un respiro. Por una parte, feliz por los que salieron renovados, por otra parte triste por los que, por no haber tenido fe quedaron igual, pero, en todo caso, física y emocionalmente agotado.

Como quizá te has sentido tú muchas veces. Y ¿qué fue lo que hizo? Algo que a algunos les puede parecer extraño o incluso incomprensible: De madrugada, cuando todavía estaba muy oscuro "se levantó, salió y se fue a un lugar solitario donde se puso a orar" (Mc 1, 35).

De todas las posibilidades que tenía para recargar baterías después de la tremenda jornada que había enfrentado, Jesús eligió no la que quizá a nosotros nos hubiera parecido mejor: un chapuzón en el lago, una buena cena, quedarse platicando alrededor de la fogata con Sus cuates, sino lo que verdaderamente era y es lo mejor, la única opción que de veras revitaliza, tras la cual se desvanece todo agobio como se dispersa la bruma al asomar el sol: la oración, el encuentro íntimo con Su Padre.

Muchas veces nos comentan los evangelistas que Jesús se daba tiempo para orar lo cual muestra que era algo vital para Él.

Su ejemplo nos invita a reconsiderar el lugar que ocupa en nuestras prioridades la oración, el tomar tiempo para hablar con Aquel que siempre nos escucha, nos comprende, nos consuela, y nos libera de nuestras cargas o nos da la gracia para llevarlas.

Veamos ahora la primera escena que se menciona en este Evangelio.

Dice san Marcos que los discípulos le avisaron a Jesús que la suegra de Simón estaba en cama, con fiebre, y Él, tomándola de la mano, la levantó, tras lo cual ella sanó y se puso a servirles (ver Mc 1, 30-31).

No piense alguno que esto último significa que le pidieron curar a la suegra para que ésta hiciera la comida, no. Lo que se nos muestra aquí es a una persona con fiebre, es decir, postrada, desguanzada, incapaz de ayudar a otros, que tras su encuentro con Jesús recupera las fuerzas y con ello la capacidad de servir, es decir, de amar con obras, y ser por ello verdaderamente plena y por tanto, feliz.

Contemplar las dos escenas nos hace comprender la importancia del contacto personal con Dios, y nos invita a cuestionar si a veces sentimos que no podemos más y no quisiéramos ni pararnos de la cama porque entre las soluciones que buscamos para nuestros agobios nos ha faltado la mejor: dejar que nos levante el Señor.

 

(Del libro de Alejandra María Sosa Elízaga “Como Él nos ama”, Col. ‘La Palabra ilumina tu vida’, ciclo B, Ediciones 72, México, p. 37, disponible en Amazon).

Publicado el domingo 4 de febrero de 2024 en la pag web y de facebook de Ediciones 72