y los envió por delante...
a todas las ciudades y sitios a donde ÉL había de ir...'
(Lc 10,1)

Obediencia

Alejandra María Sosa Elízaga*

Obediencia

¿Qué nos mueve a obedecer?

Generalmente, el miedo. El niño pequeño obedece a sus papás por miedo a que lo regañen; el adolescente, por miedo a que le retiren algún permiso o privilegio; el adulto obedece para no ser sancionado. ¿No te ha pasado que estás en el auto, ante un semáforo que lleva mucho tiempo en rojo, y volteas para un lado y para otro y no hay ni un coche a la vista, y tienes la tentación de pasarte el alto, y no lo haces sólo porque junto al semáforo hay un poste con una camarita que captaría tu infracción?

Obedecemos por obligación, por miedo a sufrir malas consecuencias.

Pero, ¿qué pasaría si ocurriera al revés, si desobedecer no nos trajera malas consecuencias, y más bien obedecer fuera lo que nos diera miedo?, ¿obedeceríamos de todos modos? Probablemente no. Seguramente buscaríamos la manera de zafarnos. A menos que hubiera una razón poderosísima para aceptar obedecer a pesar del temor.

En la Segunda Lectura que se proclama en Misa este Quinto Domingo de Cuaresma (ver Heb 5, 7-9), dice el autor de la llamada Carta a los Hebreos, que “Cristo, durante Su vida mortal, ofreció oraciones y súplicas, con poderoso clamor y lágrimas, a quien podía librarlo de la muerte...”

Empieza diciendo que Cristo oraba y suplicaba, con “poderoso clamor y lágrimas, a quien podía librarlo de la muerte”, es decir, a Su Padre. Cabe pensar que se refiere a la oración de Jesús en el Huerto de Getsemaní, cuando sabemos que sintió una tristeza mortal, y tal pavor y angustia, que incluso sudó sangre (ver  Mc 14, 32-39; Lc 22, 44).

Obedecer era aterradoramente doloroso, desobedecer no. Podía elegir zafarse y seguir como si nada. Pero no lo hizo. Obedeció. Y quiso hacerlo, por una sola y muy poderosa razón: por amor a nosotros, para librarnos del pecado y de la muerte, por nuestra salvación. 

Dice el texto bíblico que “aprendió a obedecer padeciendo, y llegado a Su perfección, se convirtió en la causa de la salvación eterna para todos los que lo obedecen.”

Obedeció paciendo, padeció obedeciendo. 

¿Por qué dice el autor bíblico que Jesús llegó a Su perfección?, ¿qué Él no era ya perfecto? Como Dios, desde luego que era perfecto, y como Hombre, era perfecto en Su ser, puesto que nunca hubo pecado ni defecto en Él, Pero en su hacer, en su actuar, Su perfección se fue desarrollando hasta alcanzar la plenitud. Recordemos que san Lucas dice que Jesús fue creciendo sabiduría (ver Lc 2, 52), y ¿qué es la sabiduría sino saber amoldarse a la voluntad divina? Así pues, toda Su vida fue un continuo perfeccionamiento en el sentido de aprender a conformar completamente Su voluntad humana a la voluntad divina. Y la prueba máxima de ello fue cuando violentando el miedo y el sufrimiento de Su naturaleza humana, obedeció el plan de salvación de Dios, y como dice san Pablo, obedeció hasta la muerte, y una muerte ¡de cruz! (Flp 2, 8). 

Nos mostró que el camino de la salvación es la obediencia.

Por eso dice el autor que “se convirtió en la causa de la salvación eterna para todos los que lo obedecen”. Nos dio ejemplo de obediencia, ahora nos toca a nosotros obedecerlo.

Y eso, ¿en qué consiste? Vienen a mi mente dos ejemplos:

Últimamente he estado viendo un programa llamado ‘Regreso a casa’ (Journey Home), en el que el anfitrión, Marcus Grodi, entrevista a ex-protestantes convertidos al catolicismo. Y llama la atención con cuánta frecuencia narran que entrar a la Iglesia Católica era lo último que querían, les daba pavor, les angustiaba, porque implicaba dejar la iglesia a la que habían pertenecido, y en la que estaban contentos, en la que tenían familia, amigos, y en el caso de los pastores, casa y trabajo. Pero, a diferencia de los católicos que abandonan la Iglesia, casi siempre por algún enojo o por ignorancia, ellos debían dejar la suya, a pesar de estar felices en ella, porque habían investigado y estudiado la doctrina católica y habían descubierto su coherencia, su belleza, su verdad, habían comprendido que era la única y verdadera Iglesia fundada por Jesucristo, y tenían que seguir la voz de su conciencia. Sentían que Dios los llamaba y debían obedecer. Aunque les costara.

El segundo ejemplo es el incontables santas y santos que tuvieron la posibilidad de que Jesús les concediera morir e irse al cielo, y eligieron vivir y sufrir, para unir sus sufrimientos a los de Él, y ayudarlo a salvar almas. Y su impactante elección, aparentemente incomprensible, se debió siempre a una sola razón: por amor a Él. 

Obedecer padeciendo, padecer obedeciendo, sólo se puede hacer por amor al Señor. ¡Es difícil!, pero es camino de perfección.

A veces pensamos que la perfección consiste en no tener defectos, y nos desanimamos viendo que es imposible, pues tenemos muchos y no logramos superarlos. Pero el autor bíblico nos ofrece un camino posible, uno que no resulta sencillo, pero sí efectivo: el de obedecer, el de amoldar nuestra voluntad enteramente a la del Señor pase lo que pase, duela lo que duela, cueste lo que cueste. Ése es el camino de la verdadera perfección, un camino seguro hacia la salvación.

Publicado el domingo 18 de marzo de 2018 en la pag web de Ediciones 72.