y los envió por delante...
a todas las ciudades y sitios a donde ÉL había de ir...'
(Lc 10,1)

La hoja y el niño

Alejandra María Sosa Elízaga**

La hoja y el niño

¡Plop! La hoja se desprendió de un árbol del atrio de la iglesia, y fue a posarse sobre la cabeza de un chamaquito.

Éste había ido a una boda con sus papás y su abuela, pero como se puso muy inquieto, la buena señora lo sacó a que tomara aire, y se sentó a tejer.

Como el chiquillo no llevaba juguete ni tenía un compañerito con quien jugar, caminaba cabizbajo, disponiéndose a aburrirse sin nada que hacer, cuando le cayó, como del cielo, aquella inesperada e irresistible invitación a disfrutar lo que menos se le hubiera ocurrido, lo más sencillo, lo más a mano, ¡una simple hoja!, grande, verdosa, con un largo tallo.

La tomó con dos deditos, la examinó largo rato, y de pronto echó a correr, llevándola en alto, convertida en avión, mientras él hacía el sonido de las poderosas turbinas de propulsión a chorro rrrrrrrrpppjjjjjjshhhhhhhrrrrrrrrrrjjjjjjjjjjjj.

Incansables, la aeronave y su piloto, dieron vueltas y vueltas al atrio.

Mientras yo caminaba rezando el Rosario, me rebasaron varias veces a velocidad supersónica.

Cuando pasé junto a su abuelita lo miramos, nos miramos risueñas, y le dije: ‘¡qué imaginación tienen los niños, ¿verdad?, ¡con todo se divierten!’.

Respondió: ‘sí, y eso que hizo berrinche porque sus papás no le compraron uno de esos muñecos de pilas que hacen ruidos, pero ¡mírelo, qué feliz está! Sí hubiera tenido ese mono, se hubiera sentado a oírlo, en cambio los ruidos los hace él y se divierte más!’

Al cabo de un rato, pasó el nieto, tapándose el rostro con la hoja, que había convertido en máscara abriéndole dos agujeritos para ver a través de ellos.

Así se puso a bailar y a saltar, tal vez imaginando que era un súper héroe o que estaba en un carnaval o que era algún mágico personaje inventado por él.

Cuando al fin salieron sus papás, el pequeño les mostró su creación; se rieron, le tomaron fotos, y se fueron.

Me llamó la atención que llegando a la puerta se regresó, depositó cuidadosamente la hoja sobre unos arbustos y volvió corriendo junto a su familia.

Le devolvió al jardín la hoja que éste le prestó; no quiso llevársela, sino dejarla ahí para que alguien más pudiera hallarla y disfrutarla, y tal vez convertirla en cometa o en barco para navegar la fuente, o en cuenco para guardar tesoros...

Al recordar esto reflexionaba en que posiblemente una de las razones por las que Jesús nos pide que seamos como niños para entrar a Su Reino (ver Mc 10,15), es que quiere que imitemos esa capacidad que ellos tienen para aprovechar lo que está a su alcance, elevarlo por encima de sus límites y convertirlo en algo especial, maravilloso.

Los adultos a veces nos pasamos la vida descontentos con lo que tenemos y soñando en las grandes cosas que podríamos lograr si tuviéramos esto y lo otro (¡ay, si mi familia cambiara!; ¡si yo hubiera podido estudiar!; ¡si tuviera esa chamba!; ¡si no hubiera sucedido aquello!; ¡si mi vida fuera distinta!), y por estar pensando en lo que nos falta, nos enfurruñamos como aquel chiquito y nos disponemos a no hacer nada con lo que sí tenemos.

Dice una canción: ‘hagamos lo que podamos con lo que hay’. No con lo que ojalá hubiera, sino con lo que hay, con cuanto nos ha caído del cielo, literalmente: con las capacidades y oportunidades que Dios ya nos dio.

Pidámosle que nos ayude a apreciarlas, agradecerlas, disfrutarlas, y no sólo aprovecharlas nosotros, sino, como hizo aquel pequeñito al final, compartirlas con otros.

Publicado en ‘Desde la Fe’, Semanario de la Arquidiócesis de México, domingo 20 de julio de 2014.