y los envió por delante...
a todas las ciudades y sitios a donde ÉL había de ir...'
(Lc 10,1)

¡Felices santos!

Alejandra María Sosa Elízaga*

¡Felices santos!

‘¿Qué quieres ser cuando seas grande?’, le preguntó la catequista a la hija de una amiga mía.

‘Santa’, respondió.

Su compañerita de asiento la volteó a ver con ojos abiertos como platos y le preguntó: ‘¿de veras quieres ser Santa Claus?’

Su reacción provocó carcajadas, y por lo que comentaron después los alumnos, quedó en evidencia que, por desgracia, a muchos niños nadie en su casa les ha hablado de santos y santas, así que sólo saben relacionar la palabra con ese rechoncho personaje, caricatura de santo.

A muchos niños jamás les ha pasado por la mente la idea de que alguien pudiera querer ser santo, pues si acaso han visto en las iglesias imágenes de santos, seguramente los han considerado unos seres extraños, tiesos, de mirada perdida, que no tienen nada que ver con ellos y a los que desde luego jamás querrían parecerse.

Y que una niña, por cierto muy bien formada en su fe por su mamá, diga que quiere ser santa provoca burlas de sus compañeros: ‘ay, sí, la santita, la santurrona, la sangrona, se cree mucho’, no saben bien a bien en qué consiste, sólo intuyen que ella aspira a cierta perfección de la que sienten que carecen, lo que los mueve a envidiarla y a hacerle ‘bullying’.

Lamentablemente se tiene una idea equivocada acerca de la santidad.

Suele considerársela inalcanzable, cuando la realidad es que Dios ¡ya la puso a nuestro alcance! Cuando nos bautizaron quedamos limpios de todo pecado, ¡Dios nos regaló la santidad! Ya fuimos santos alguna vez, no hay que ir a buscar la santidad a algún lugar lejano e inaccesible, no hay que hacer méritos imposibles, ¡la recibimos como don gratuito de Dios!

El problema es que luego de nuestro Bautismo, fuimos dejando que esa santidad se fuera opacando, enturbiando, ensuciando de mundo.

La santidad es la perfección del amor, pero a lo largo de la vida adquirimos actitudes y hábitos contrarios al amor, aprendimos a ser egoístas, mentirosos, envidiosos, injustos, violentos, rencorosos...

Y nos ha parecido normal, que está bien porque así viven todos, pero la verdad es que así no somos felices (y si seguimos así, tampoco lo seremos en la eternidad...).

Es que la santidad tiene una característica: da felicidad.

Los santos son felices y hacen felices a los demás.

Qué pena que las estatuas de los santos suelen representarlos serios, porque eran y son ¡los seres más felices del planeta!

De los santos canonizados, de los que leemos su biografía, o de los anónimos, de carne y hueso, con los que tenemos la bendición de toparnos todos los días, percibimos enseguida su buen humor, su incontenible gozo de vivir, su contagiosa alegría.

Este domingo en que la Iglesia celebra a todos los santos, tengamos presente que eran hombres y mujeres que, al igual que nosotros, tuvieron defectos, contratiempos, tropezones y tremendas caídas, pero lo superaron todo porque supieron tomarse firmemente de la mano de Jesús, que los hizo bienaventurados, dichosos. Y por ello fueron felices cuando vivían en este mundo, y lo son ahora que disfrutan del cielo.

No sé qué respondió aquella nena a la asombrada pregunta de su compañerita, pero ojalá le haya dicho. ‘¡Claro que no quiero ser santa para parecerme a ese viejo baboso inventado por una refresquera, que se ríe por haber conseguido que los niños lo esperen a él en lugar de al Niño Jesús en Navidad! Quiero ser santa porque es lo que quiere Jesús de mí, de ti, ¡de todos!, y porque es lo mejor que nos puede pasar, porque es lo único que nos hará verdaderamente felices, con una felicidad ¡que nada ni nadie nos podrá arrebatar!

Publicado en "Desde la Fe", Semanario de la Arquidiócesis de México, dom 1 nov 15, p. 2